30/7/10

Mangalore....tristezas


Una pregunta inocente, una de esas preguntas de fácil respuesta que hacen los que van a visitar un país por primera vez, fue la que me trajo una extraña asociación de ideas, un pensamiento que enlazó sin sentido aparente con otro y éste con otro, hasta unirlos en una extraña simbiosis difícil de explicar, pues tal vez sólo tenga sentido para un servidor. El caso es que la pregunta y su posterior respuesta me hizo cavilar durante el resto del día dejándome sumido en una melancólica tristeza, y al cabo, con la esperanza de vislumbrar un poco más de luz entre las dudas que siempre tenemos los que nos preguntamos en silencio y rara vez encontramos respuestas.

- ¿Y podré dar de comer a los perros?. María José viaja a la India por primera vez y esa era una de sus dudas, lo que ya de por si nos da una idea de la especial sensibilidad que atesora, preocupada ella por todo y por todos. Le han contado que los perros son tratados de manera mezquina por los humanos por considerarlos reencarnaciones de formas de energía malignas. No es del todo cierto contesté: los perros son una de las "castas" bajas entre los animales, pero no por ello se les niega el derecho a la vida, a la libre circulación y a la reproducción; lo que bien mirado, es mucho más de lo que se les ofrece en occidente, donde sólo son reconsiderados por su utilidad o belleza y los que no, son sencillamente abandonados y exterminados. Además, hasta el gran Siva, recalco en falso tono erudito, cuando adopta su forma más destructora y malvada, cambia su montura habitual, Nandi el toro, por la de un can común y callejero. Es por lo tanto un animal más en el inmenso panteón hindú.
Le cuento que una vez intenté redimir los pecados de mis vidas pasadas dando tres vueltas sobre mi mismo mientras hacía acto de contrición ante la única figura, según me explicaron, que existe en la India representando a Siva sobre un perro: se encuentra cerca del templo de Kali, unos callejones más atrás de Lalita ghat en la ciudad santa de Benarés, y la imagen, puedo afirmarlo, es estremecedora.
Así que, por supuesto que puedes dar de comer a los perros, le contesto, nadie te dirá nada. Le cuento también, que en Delhi, cuando algunos habitantes de clase media alta propusieron construir algunas perreras para controlar y eliminar a las cada vez más frecuentes manadas de perros que vagan a su aire y pueden llegar a ser un peligro, el grueso de la sociedad se alzó indignada. Que tengan una mala existencia no implica que deban asesinarse.
Pensé que esos perros tal vez tengan una vida más afortunada que muchos perros europeos, pues durante su corta y miserable existencia, son libres de vagar a su antojo, olisquear traseros, fornicar cuando y donde pueden, comer basuras de todo tipo, dormir cuando tienen sueño, y como describe a la perfección Tom Auster en Tombuctú, parecen incluso capaces de elegir su destino....., a mí, pese a sus sarna y sus pulgas, me parecen más felices que esos perros de ciudad abandonados en hogares, o pudriéndose en perreras antes de ser exterminados, o a los que están condenados sin comunicación posible con nadie de su especie, a los que son castrados y disfrazados de marionetas, y los más, aguantando las neuras, depresiones y soledades de unos humanos que no tenemos quien nos haga compañía cuando tampoco servimos para nada, pues en nuestra sociedad, como explico a mis amigos Krish y Vijay, no tan sólo somos despiadados con el resto de los animales.... en ese instante apareció en mi memoria el cementerio de barcos del puerto de Mangalore.
Era mi segundo viaje por India y una estúpida curiosidad me hizo cambiar el rumbo para ver la ciudad, que descubrieron primero los árabes y que luego Vasco de Gama primero y decenas de europeos después, establecieron como punto de descanso, avituallamiento y reparación, en su viaje hacia el golfo de China. La verdad es que, como suele ser habitual, me llevé un decepción, acentuada por unas violentas fiebres intestinales que me dejaron para el arrastre durante una semana, lo que no me permite ser justo del todo. Una ciudad enorme y contaminada, moderna en los parámetros hindúes, donde las playas y el puerto que relataban los libros de mi infancia habían sido substituidos por grandes dársenas portuarias, bloques de cemento, aguas grises y pestilentes y tinglados de contenedores de todos los países del mundo. Me dejé llevar por el suave y cálido viento que proviene del mar de Arabia y siguiendo el puerto hacia las primeras playas que se adivinaban unos kilómetros más al sur, intenté imaginarme como sería cuatrocientos años antes.
En los despalmadores y atarazanas debería haber una actividad frenética: carros tirados por bueyes trajinando madera de los Ghates Occidentales para reponer mástiles y cuadernas, mercaderes contando y pesando cada onza de clavo, pimienta de Kerala, o el precioso azafrán venido del las remotas tierras de Cachemira. Montones de mangos, piñas y papayas y todo tipo de pescados ahumados. Mujeres tejiendo drizas o cosiendo redes de pesca, críos cargando agua potable en barriles, estibadores y esclavos sudorosos trabajando bajo el silbido del látigo mientras suben y bajan por las estrechas pasarelas. Como en las buenas novelas: playas tropicales y marineros sedientos, curtidos por la sal y la soledad mirando con un ojo las tabernas y con el otro las encantadoras mujeres morenas y de grandes ojos negros, tan diferentes y tan iguales a las que dejaron meses atrás en la península.
Iba pasando el rato cada vez más animado, pues bien es cierto que sólo vemos lo que deseamos ver, cuando fui a topar con el cementerio de barcos. Ahí, lejos de toda actividad, en una cala sedienta de mar, se acumulaban decenas de naves: cargueros, petroleros, barcos de pesca, remolcadores, un par de fragatas militares y toneladas de hierro y acero desguazados por la eficaz mano de obra barata hindú. Observé como algunos conservaban las estachas amarradas en oxidados norays, otros, quizá fruto de la marea o de alguna tormenta monzónica, se amontonaban sobre los más antiguos, aplastándolos sobre la sucia arena llena de petróleo y manchas de aceite, quebrándolos al fin con su peso hasta solo parecer masas informes de metal oxidado. Las pocas señales de vida eran unos cuantos trabajadores y un par de águilas volando unos doscientos metros más arriba, tal vez mirando perplejas en que convertimos los hombres lo que ya no necesitamos. Sentí una lástima infinita por esos barcos, por los marineros que ya no estaban..., por nacer demasiado tarde, ¿Quién sabe? Esos barcos no tuvieron una muerte digna.
Un barco, me dije, debería navegar siempre, de vez en cuando no está de más tocar tierra firme, pero el resto de su vida debería transcurrir en el medio para el que fue creado, como esos perros hambrientos, como nosotros. Tuve la certeza en ese instante de que la inmovilidad...pudre.
Me prometí que nunca me dejaría oxidar, abandonar y pudrir en cualquier puerto cuando sea innecesario y nadie se acuerde de mí. Que como esos barcos, todos deberíamos tener la oportunidad de una última travesía, un último trayecto, tal vez en busca de esa ola gigante, del Tifón de Conrad, y que tras vivir y luchar en su elemento, al fin descansar para siempre en el fondo de su mar y no siendo pasto de miradas tristes, de un desguace lento y humillante y un abandono eterno, hasta terminar sin ser reconocidos.
Así que de esos perros vinieron estos lodos, recordándome que las estachas sólo son necesarias cuando las pones de propia voluntad, que no deberíamos dejar que los sueños se alejen por miedo a una tormenta o la incertidumbre. Que más vale una vida algo desgraciada, insegura y muchas veces triste, pero real, con sus pequeñas pero inmensas alegrías, que una vida eternamente falsa, sin arrugas ni malos olores.
Sin duda, el final es el mismo para todos, pero señores, hay maneras y maneras de acabar.
A Don A.P.R. por enseñarme a leer....

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