Los sabios dicen que nuestro perfil como persona,(dícese del ser humano integrado en una sociedad), se configura a través de pequeñas acciones repetidas una y mil veces: desde la más tierna infancia hasta la madurez, muchas veces de forma inconsciente, integramos los miedos, las percepciones o las preferencias de manera que transforman o modelan desde nuestra forma de ver la vida, nuestros actos, hasta las arrugas de nuestro rostro o la forma de mirar a un desconocido... Puede ser, aunque también algunos de esos sabios afirman que un sólo momento en la brevedad del tiempo de una vida; una acción heroica, un momento de lucidez o una fechoría cobarde, puede cambiar la vida de uno para siempre. Ya Conrad lo describió de una manera lúcida y genial en Lord Jim. Tal vez la verdad sea una suma de esas dos afirmaciones; podría parecer que pocos tenemos tener la oportunidad de una acción heroica en la monotonía de nuestras vidas, que en nuestros pequeños actos cotidianos no parece haber lugar para actos gloriosos o cobardes, que parece que vivimos rodeados de gente gris y monocorde de la que no podemos esperar que brote de ellos una luz que nos ilumine. Creo que son puntos extremistas y que si nos fijamos bien, estamos rodeados de cobardes y héroes, de villanos y de gente buena, de sabios y de ignorantes, y es deber nuestro el saber discernir que ejemplo queremos seguir.
Permitan una batallita, un pequeño momento de mi vida, que aunque pueda parecer o lo sea, una estupidez, cambió parte de mi manera de pensar...
.." Fue en mi segundo viaje a la India... ya saben ustedes; mochila, unas pocas rupias y mucho camino por delante. Me apasiona viajar en tren y la India ofrece la oportunidad de recorridos milquilométricos, con trenes antiguos y destinos sorprendentes. Este tren viajaba desde Mumbai hasta Mysore: decidí coger ese tren por culpa de Ruyard Kippling....Mysore. La ciudad de las especias y el incienso, del palacio del maharajá, de su Nandi gigante de piedra negra...
El trayecto dura unas 16 horas y como en todo tren de la India, uno tiene la oportunidad de conocer gente, admirar paisajes, intercambiar comida, aguantar a un niño sobre tus piernas mientras su padre duerme, acudir a los infames servicios, comer más, leer y responder a decenas de preguntas de todo tipo de gente. Los hindúes son dados a la charla y no dudan a la hora de empezar una conversación con un desconocido.
Mientras esperaba en la estación a que el tren empezara su marcha, me fijé en un viejo sanyasi,(un sadhu u hombre santo), sentado junto a un banco. Justo en ese momento, vi como el jefe de estación salió a atenderle y con la máxima deferencia lo acompañó al tren ayudándole a subir los altos escalones de entrada. Los seguí por pura curiosidad: el jefe de estación le ofreció un asiento junto a la ventana que el sanyasi rechazó, luego un asiento lejos de la ventana que también rechazó con una sonrisa, y como queriendo calmar al atribulado jefe de estación, el sanyasi optó por sentarse en la puerta del vagón, con sus delgadas piernas colgando hacia el exterior y mirando curioso a su alrededor. Todos los viajeros que pasaban cerca de él murmuraban algo y le saludaban poniéndose las manos casi por encima de la frente, señal de gran respeto. El tipo era impresionante la verdad: debía superar el metro ochenta, de unos sesenta largos o setenta años, mirada afilada y piel curtida por el sol hindú. Fibrado, en sus brazos y piernas estaban dibujados con ceniza blanca sus propios huesos. Tres rayas blancas horizontales y un tika amarillo coronaban su mirada. Iba ataviado con una túnica naranja y un gran pañuelo del mismo color a modo de turbante. Una escudilla plateada donde servirse la comida, un largo y nudoso bastón coronado con un tridente y una pequeña bolsa de tela roja colgada al hombro: esas parecían sus únicas pertenencias. El jefe de estación se retiró y yo me quedé pensando si debía sacar la cámara o no, y por un momento nuestras miradas se cruzaron. Bajé la mirada ante esos ojos dulces y de mirada penetrante que parecía mirar directamente en mi interior y busqué mi silla, avergonzado, en el vagón.
Habían pasado unas dos horas de trayecto cuando el sanyasi apareció en el umbral del vagón y dirigiéndose hacia mi me preguntó que hora era por favor, sorprendido de que se dirigiera hacia el único occidental del vagón, miré rápido mi reloj y contesté. Sonrió, una enorme y perfecta blanca dentadura y rebuscó en su bolsa hasta sacar un viejo reloj al que procedió a poner en hora, dándome las gracias, desapareció por donde había venido. La familia que compartía asiento conmigo me dijo que era un tipo afortunado y siguieron comiendo. Me quedé sentado preguntándome porqué sería afortunado y haciendo todo tipo de cábalas acerca del extraño personaje. No había pasado ni una hora, puedo dar fe, cuando el sanyasi entró de nuevo en el vagón y sonriendo me preguntó de nuevo la hora. Les juro a ustedes que llegué a pensar en una confabulación hindú, en cámaras ocultas en el otro extremo del mundo..., pero la sonrisa era tan pura y su educación tan extrema que no dudé en responder. Buscó de nuevo el reloj y repitió la operación. La familia sonreía y yo no sabía como tomarlo, al ver mis dudas me repetían que era un tipo afortunado, que no me preocupara.
Mi curiosidad ya no podía más y cargando con un par de plátanos y unas manzanas fui en busca del sanyasi: ahí estaba, sentado en la puerta del vagón, mirando como los árboles se sucedían uno tras otro a toda velocidad. Balanceaba los pies como un niño contento. Reuní el valor que me quedaba, no tenía ni idea de como reaccionaría, si un occidental puede molestar a un sadhu, si estaba rezando, si sería una falta de respeto... y le ofrecí una pieza de fruta. Sonrió y me dijo que no, viendo mi turbación me pidió por favor que la compartiera con él. Partí la manzana y empezamos a comer en silencio. Al rato, le pregunté a donde se dirigía y en perfecto inglés me hizo un pequeño resumen de sus últimos años, de su presente y de su futuro.
Me dijo que llevaba siete años en las montañas y que al darse cuenta de que llegaba su hora se había puesto en camino para visitar por última vez las ciudades santas del hinduísmo: Mathura, Puri, Haridwar, Rameswaran, Gaya, Ayodhya, Kanchi, Kedarnat, Ujjain, Karnakhaya y, haciendo una pausa y sonriendo feliz... Benarés.... ahí moriré. En posteriores viajes comprobé cuan cierta era esa afirmación, hasta donde pueden llegar los verdaderos sanyasis y su altísimo poder mental, pero en ese momento, me pareció una temeridad por parte del santo oírle afirmar de forma tan categórica su futuro. Escuchó con tolerancia mi pobre y sencilla historia que al momento, gracias a su interés y acertadas preguntas, la verdad, parecía otra..., en fin. Comimos felices siendo pasto de las miradas curiosas del resto del vagón que de tanto en tanto salían a observar al curioso occidental sentado junto al santón.
Sólo cuando me despedía fue cuando me acordé de la pregunta inicial. ¿Qué pasa con eso de pedir la hora para un reloj que no funciona?. El sanyasi me explicó que el reloj llevaba roto más de quince años y era divertido llevar la hora de los demás. Una pequeña broma a un occidental, una pequeña prueba, me dijo también: en este mundo donde nadie parece querer dar nada si no es a cambio de algo, el sanyasi me ofrecía la oportunidad de dar algo sin miedo a desprenderme de ello y así limpiar mi karma. Vaya, una especie de favor.
Permitan una batallita, un pequeño momento de mi vida, que aunque pueda parecer o lo sea, una estupidez, cambió parte de mi manera de pensar...
.." Fue en mi segundo viaje a la India... ya saben ustedes; mochila, unas pocas rupias y mucho camino por delante. Me apasiona viajar en tren y la India ofrece la oportunidad de recorridos milquilométricos, con trenes antiguos y destinos sorprendentes. Este tren viajaba desde Mumbai hasta Mysore: decidí coger ese tren por culpa de Ruyard Kippling....Mysore. La ciudad de las especias y el incienso, del palacio del maharajá, de su Nandi gigante de piedra negra...
El trayecto dura unas 16 horas y como en todo tren de la India, uno tiene la oportunidad de conocer gente, admirar paisajes, intercambiar comida, aguantar a un niño sobre tus piernas mientras su padre duerme, acudir a los infames servicios, comer más, leer y responder a decenas de preguntas de todo tipo de gente. Los hindúes son dados a la charla y no dudan a la hora de empezar una conversación con un desconocido.
Mientras esperaba en la estación a que el tren empezara su marcha, me fijé en un viejo sanyasi,(un sadhu u hombre santo), sentado junto a un banco. Justo en ese momento, vi como el jefe de estación salió a atenderle y con la máxima deferencia lo acompañó al tren ayudándole a subir los altos escalones de entrada. Los seguí por pura curiosidad: el jefe de estación le ofreció un asiento junto a la ventana que el sanyasi rechazó, luego un asiento lejos de la ventana que también rechazó con una sonrisa, y como queriendo calmar al atribulado jefe de estación, el sanyasi optó por sentarse en la puerta del vagón, con sus delgadas piernas colgando hacia el exterior y mirando curioso a su alrededor. Todos los viajeros que pasaban cerca de él murmuraban algo y le saludaban poniéndose las manos casi por encima de la frente, señal de gran respeto. El tipo era impresionante la verdad: debía superar el metro ochenta, de unos sesenta largos o setenta años, mirada afilada y piel curtida por el sol hindú. Fibrado, en sus brazos y piernas estaban dibujados con ceniza blanca sus propios huesos. Tres rayas blancas horizontales y un tika amarillo coronaban su mirada. Iba ataviado con una túnica naranja y un gran pañuelo del mismo color a modo de turbante. Una escudilla plateada donde servirse la comida, un largo y nudoso bastón coronado con un tridente y una pequeña bolsa de tela roja colgada al hombro: esas parecían sus únicas pertenencias. El jefe de estación se retiró y yo me quedé pensando si debía sacar la cámara o no, y por un momento nuestras miradas se cruzaron. Bajé la mirada ante esos ojos dulces y de mirada penetrante que parecía mirar directamente en mi interior y busqué mi silla, avergonzado, en el vagón.
Habían pasado unas dos horas de trayecto cuando el sanyasi apareció en el umbral del vagón y dirigiéndose hacia mi me preguntó que hora era por favor, sorprendido de que se dirigiera hacia el único occidental del vagón, miré rápido mi reloj y contesté. Sonrió, una enorme y perfecta blanca dentadura y rebuscó en su bolsa hasta sacar un viejo reloj al que procedió a poner en hora, dándome las gracias, desapareció por donde había venido. La familia que compartía asiento conmigo me dijo que era un tipo afortunado y siguieron comiendo. Me quedé sentado preguntándome porqué sería afortunado y haciendo todo tipo de cábalas acerca del extraño personaje. No había pasado ni una hora, puedo dar fe, cuando el sanyasi entró de nuevo en el vagón y sonriendo me preguntó de nuevo la hora. Les juro a ustedes que llegué a pensar en una confabulación hindú, en cámaras ocultas en el otro extremo del mundo..., pero la sonrisa era tan pura y su educación tan extrema que no dudé en responder. Buscó de nuevo el reloj y repitió la operación. La familia sonreía y yo no sabía como tomarlo, al ver mis dudas me repetían que era un tipo afortunado, que no me preocupara.
Mi curiosidad ya no podía más y cargando con un par de plátanos y unas manzanas fui en busca del sanyasi: ahí estaba, sentado en la puerta del vagón, mirando como los árboles se sucedían uno tras otro a toda velocidad. Balanceaba los pies como un niño contento. Reuní el valor que me quedaba, no tenía ni idea de como reaccionaría, si un occidental puede molestar a un sadhu, si estaba rezando, si sería una falta de respeto... y le ofrecí una pieza de fruta. Sonrió y me dijo que no, viendo mi turbación me pidió por favor que la compartiera con él. Partí la manzana y empezamos a comer en silencio. Al rato, le pregunté a donde se dirigía y en perfecto inglés me hizo un pequeño resumen de sus últimos años, de su presente y de su futuro.
Me dijo que llevaba siete años en las montañas y que al darse cuenta de que llegaba su hora se había puesto en camino para visitar por última vez las ciudades santas del hinduísmo: Mathura, Puri, Haridwar, Rameswaran, Gaya, Ayodhya, Kanchi, Kedarnat, Ujjain, Karnakhaya y, haciendo una pausa y sonriendo feliz... Benarés.... ahí moriré. En posteriores viajes comprobé cuan cierta era esa afirmación, hasta donde pueden llegar los verdaderos sanyasis y su altísimo poder mental, pero en ese momento, me pareció una temeridad por parte del santo oírle afirmar de forma tan categórica su futuro. Escuchó con tolerancia mi pobre y sencilla historia que al momento, gracias a su interés y acertadas preguntas, la verdad, parecía otra..., en fin. Comimos felices siendo pasto de las miradas curiosas del resto del vagón que de tanto en tanto salían a observar al curioso occidental sentado junto al santón.
Sólo cuando me despedía fue cuando me acordé de la pregunta inicial. ¿Qué pasa con eso de pedir la hora para un reloj que no funciona?. El sanyasi me explicó que el reloj llevaba roto más de quince años y era divertido llevar la hora de los demás. Una pequeña broma a un occidental, una pequeña prueba, me dijo también: en este mundo donde nadie parece querer dar nada si no es a cambio de algo, el sanyasi me ofrecía la oportunidad de dar algo sin miedo a desprenderme de ello y así limpiar mi karma. Vaya, una especie de favor.
-Recuerda, me dijo; -no somos lo que poseemos, ni mucho menos lo que anhelamos, sencillamente somos lo que damos."
Con el tiempo me doy cuenta de que estuve hablando con un hombre sabio, sus palabras cada vez han tenido más sentido conforme me ido formando como persona. Somos lo que somos capaces de dar. Si regalas educación, tu imagen será la de un tipo educado y serás tratado como tal. Si das rabia y odio, te conviertes en un tipo odiado y enfadado...., si ofreces respeto, no deberás pasarte la vida pidiendo... y así con todo. Me doy cuenta de que consigo más con una sonrisa que con cien explicaciones. El sanyasi me dio la oportunidad de tener un rasero por el que medir y así darme cuenta de que también estoy rodeado de gente sabia, buena e inteligente, que ofrecen su ejemplo vital de manera altruísta.
Vivimos en una sociedad donde las frases hechas; "tanto tienes, tanto vales", o "porque yo lo valgo", sean dogmas de fe, un lugar donde tan sólo esperamos recibir y poseer sin pensar en dar, y así, no es de extrañar el caos y la confusión moral que parece haberse instalado en nosotros cuando el Miedo aparece asomando por la esquina.
Con el tiempo me doy cuenta de que estuve hablando con un hombre sabio, sus palabras cada vez han tenido más sentido conforme me ido formando como persona. Somos lo que somos capaces de dar. Si regalas educación, tu imagen será la de un tipo educado y serás tratado como tal. Si das rabia y odio, te conviertes en un tipo odiado y enfadado...., si ofreces respeto, no deberás pasarte la vida pidiendo... y así con todo. Me doy cuenta de que consigo más con una sonrisa que con cien explicaciones. El sanyasi me dio la oportunidad de tener un rasero por el que medir y así darme cuenta de que también estoy rodeado de gente sabia, buena e inteligente, que ofrecen su ejemplo vital de manera altruísta.
Vivimos en una sociedad donde las frases hechas; "tanto tienes, tanto vales", o "porque yo lo valgo", sean dogmas de fe, un lugar donde tan sólo esperamos recibir y poseer sin pensar en dar, y así, no es de extrañar el caos y la confusión moral que parece haberse instalado en nosotros cuando el Miedo aparece asomando por la esquina.
La impresión que me dio el sanyasi es que ese hombre no le temía a nada, ni a su propia muerte..., un hombre cuyas únicas pertenencias eran un bastón, una lata y un reloj estropeado...
PD: Dedicado a Rosa Mari, gracias por empujarme a escribir de nuevo...
PD: Dedicado a Rosa Mari, gracias por empujarme a escribir de nuevo...
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